Hace diez años dejé un libro sobre la cómoda de su habitación. Ese día fue el último en que hicimos el amor. No regresé a su casa. Hoy nos encontramos y tiene otro rostro, otro cuerpo. Se me aceptó la invitación para tomar un café. Hable sólo lo que la buena educación manda, pero censuré el dicho por el que la ansiedad hizo temblar mi estómago: Mira hacia abajo, hermosa luna, y baña esta escena: vierte dulcemente los torrentes del halo de la noche sobre los rostros lúgubres, hinchados, amoratados; sobre los muertos, que yacen de espaldas, con sus brazos abiertos, vierte tu halo generoso, luna sagrada. Se me invitó esa tarde ir a su casa y tomar una botella de tequila. Decliné. Recordé el libro con un trasfondo inolvidable, la penumbra, la ventana abierta, la cama, su muslo derecho sobre mi abdomen, una respiración dormida, su dureza contra mí. 🛏️ Dos personas desnudas, secados sus fluidos que antes habían hecho ruido. —Todavía tengo el libro de W. W. Pensás que no ponía ate...